Escritos a partir de una imagen
Ya era hora
Foto: Zayra Tarano
La
brisa que le llegaba del río le daba escalofríos. Ni el sol de la mañana le
calentaba la piel. El hombre había visto llegar el amanecer, lo que era indicio
de que llevaba horas sentado en el sillón del balcón. Sentado por horas. Sin
mecerse. Aunque los sillones deberían arrullar las penas y el cansancio, él
estaba allí, tieso, sentado sin mover ni un músculo. Casi sin respirar. Él sabía
que ya era hora. No debía demorarse mucho más. Mientras más tarde, más
sospechosa sería la situación. El hombre escuchaba dentro de su cabeza la voz
de Jan acusándolo de procrastinar todo el tiempo. Sí, Jan constantemente le
recordaba que aplazar lo que tenía que hacer era lo que siempre lo metía en
problemas. Él detestaba cada vez que se lo decía, sobre todo porque había que
reconocer que Jan tenía razón la mayor parte del tiempo. Las pruebas a las que
las relaciones se enfrentan son muchas, pero el hecho de que constantemente te
prueben lo equivocado que se está es de
las más difíciles de soportar. Que difícil escuchar ese te lo dije… Aún después
de muchos años juntos.
Sin
mirarse en un espejo el hombre sabía que tenía los ojos enrojecidos, hinchados,
casi al borde de cerrados. Era recomendable que se compusiera. De lo contrario
podría delatarse. Él se inclinó hacia el frente con intención de levantarse. El
sillón crujió bajo su peso. Su cuerpo le dolía. ¿Sería por las horas ahí
sentado sin moverse? ¿O sería por los años acumulados en sus huesos? Sintió la
garganta seca. La boca le supo a hierro. Trató de tragar y no sintió la saliva.
La
saliva. Pensar en tragar le trajo imágenes a su mente. ¿Cuántas pastillas habría
en el pote? No recuerda cuantas le metió en la boca. Tampoco si Jan se las
había tragado todas. Se miró las manos y aún sabiendo que se las había lavado
las sentía como si tuvieran algo que lo delataría. Debería ir al cuarto y
asegurarse que el pote de pastillas estuviera en el lugar indicado. Pero, ¿cómo
asegurarse de que las marcas en el pote eran las huellas de Jan y no las de él?
Al final, ni importaba. En las horas previas al amanecer, mientras escuchaba
los quejidos de un cuerpo en convulsión disminuir y finalmente que el silencio total
llegara, el hombre se había preguntado cómo sería su vida a partir de esa
mañana, aún si se saliera con la suya. El último ruido que escuchó proveniente
de la habitación fue del vaso de cristal al caer y romperse sobre la loza. Nada
más.
Su
Jan, allá en el otro cuarto. Su guapo Jan, que compartió con él sus años de
juventud. Que le brindó la risa más sonora de toda su vida. Quien lo sentenció
a una cadena perpetua siempre juntos. ¿Cuántas veces disfrutaron ellos dos el
anochecer en ese balcón? En su casa de campo. Teniendo sexo apasionado sobre
las tablas del piso luego de vaciar varias botellas de chardonnay. Ahí donde
tantas veces Jan le susurró que la vida era para disfrutarse o de lo contrario se
debía tener la dignidad de hacer una elegante partida. ¡Ah! La dignidad. Tan
importante para Jan. Tan importante, que lo había persuadido a actuar en contra
de sus creencias. Por amor el hombre había cedido a sus deseos. Como siempre. Como
cada vez que Jan se imponía logrando que el hombre actuara a su gusto, en todo.
O no actuara en nada. Esta vez había cedido a su deseo por última vez. No más,
después de tan horrenda acción. No más, después de hoy.
Definitivamente
ya era hora. Con dificultad el hombre se levanto del sillón. No sintió las
piernas. El calambre le fue devolviendo las sensaciones. Contempló el río.
Sintió ganas de sumergirse en él. Se preguntó si también era hora de su partida
elegante. Él sabía que no lo era. Poco a poco movió sus pies. Entró a la cabaña.
Miró hacia la habitación del fondo. Decidió que no había necesidad de volver a
ella. El silencio le confirmaba todo. Echando un vistazo se aseguró que el sofá
desarreglado para show fuera lo
suficientemente convincente. A él le pareció que lo era. Caminó hasta la mesa y
recogió su móvil. El hombre marcó el 911. Le contestaron inmediatamente.
— No sé si es a ustedes a quien tengo que llamar
— le dijo al operador
mientras un sollozo amenazaba con entrecortarle la voz y sus ojos volvían a
humedecerse.
Terminada
la conversación suspiró profundamente. Sabía que en minutos la casa se llenaría
de extraños. Invadirían su privacidad, sus pertenencias. Se llevarían a Jan. Tendido
allá, sobre la cama. Ese hombre con el que había envejecido. Lo transportarían a
la morgue. Probablemente a hacerle una autopsia. Él no podría evitar que
descuartizaran su cuerpo buscando respuestas. Le dolía que despojaran a Jan de lo
que le quedaba de dignidad, a la que debería tener derecho ese hombre estoico
vencido por su cuerpo. Vencido por el cáncer que lo había devorado en meses. Él
regresó al balcón con paso lento. Se sentó nuevamente en el sillón. Finalmente el
hombre se meció.