domingo, 18 de agosto de 2013

Primera Semana: Intertextuales por invitación- 4ta Serie Creativa

Escritos a partir de una imagen

Ya era hora


           Foto: Zayra Tarano
                
              La brisa que le llegaba del río le daba escalofríos. Ni el sol de la mañana le calentaba la piel. El hombre había visto llegar el amanecer, lo que era indicio de que llevaba horas sentado en el sillón del balcón. Sentado por horas. Sin mecerse. Aunque los sillones deberían arrullar las penas y el cansancio, él estaba allí, tieso, sentado sin mover ni un músculo. Casi sin respirar. Él sabía que ya era hora. No debía demorarse mucho más. Mientras más tarde, más sospechosa sería la situación. El hombre escuchaba dentro de su cabeza la voz de Jan acusándolo de procrastinar todo el tiempo. Sí, Jan constantemente le recordaba que aplazar lo que tenía que hacer era lo que siempre lo metía en problemas. Él detestaba cada vez que se lo decía, sobre todo porque había que reconocer que Jan tenía razón la mayor parte del tiempo. Las pruebas a las que las relaciones se enfrentan son muchas, pero el hecho de que constantemente te prueben  lo equivocado que se está es de las más difíciles de soportar. Que difícil escuchar ese te lo dije… Aún después de muchos años juntos.

            Sin mirarse en un espejo el hombre sabía que tenía los ojos enrojecidos, hinchados, casi al borde de cerrados. Era recomendable que se compusiera. De lo contrario podría delatarse. Él se inclinó hacia el frente con intención de levantarse. El sillón crujió bajo su peso. Su cuerpo le dolía. ¿Sería por las horas ahí sentado sin moverse? ¿O sería por los años acumulados en sus huesos? Sintió la garganta seca. La boca le supo a hierro. Trató de tragar y no sintió la saliva.

            La saliva. Pensar en tragar le trajo imágenes a su mente. ¿Cuántas pastillas habría en el pote? No recuerda cuantas le metió en la boca. Tampoco si Jan se las había tragado todas. Se miró las manos y aún sabiendo que se las había lavado las sentía como si tuvieran algo que lo delataría. Debería ir al cuarto y asegurarse que el pote de pastillas estuviera en el lugar indicado. Pero, ¿cómo asegurarse de que las marcas en el pote eran las huellas de Jan y no las de él? Al final, ni importaba. En las horas previas al amanecer, mientras escuchaba los quejidos de un cuerpo en convulsión disminuir y finalmente que el silencio total llegara, el hombre se había preguntado cómo sería su vida a partir de esa mañana, aún si se saliera con la suya. El último ruido que escuchó proveniente de la habitación fue del vaso de cristal al caer y romperse sobre la loza. Nada más.

            Su Jan, allá en el otro cuarto. Su guapo Jan, que compartió con él sus años de juventud. Que le brindó la risa más sonora de toda su vida. Quien lo sentenció a una cadena perpetua siempre juntos. ¿Cuántas veces disfrutaron ellos dos el anochecer en ese balcón? En su casa de campo. Teniendo sexo apasionado sobre las tablas del piso luego de vaciar varias botellas de chardonnay. Ahí donde tantas veces Jan le susurró que la vida era para disfrutarse o de lo contrario se debía tener la dignidad de hacer una elegante partida. ¡Ah! La dignidad. Tan importante para Jan. Tan importante, que lo había persuadido a actuar en contra de sus creencias. Por amor el hombre había cedido a sus deseos. Como siempre. Como cada vez que Jan se imponía logrando que el hombre actuara a su gusto, en todo. O no actuara en nada. Esta vez había cedido a su deseo por última vez. No más, después de tan horrenda acción.    No más, después de hoy.

            Definitivamente ya era hora. Con dificultad el hombre se levanto del sillón. No sintió las piernas. El calambre le fue devolviendo las sensaciones. Contempló el río. Sintió ganas de sumergirse en él. Se preguntó si también era hora de su partida elegante. Él sabía que no lo era. Poco a poco movió sus pies. Entró a la cabaña. Miró hacia la habitación del fondo. Decidió que no había necesidad de volver a ella. El silencio le confirmaba todo. Echando un vistazo se aseguró que el sofá desarreglado para show fuera lo suficientemente convincente. A él le pareció que lo era. Caminó hasta la mesa y recogió su móvil. El hombre marcó el 911. Le contestaron inmediatamente.

            No sé si es a ustedes a quien tengo que llamar le dijo al operador mientras un sollozo amenazaba con entrecortarle la voz y sus ojos volvían a humedecerse.

            Terminada la conversación suspiró profundamente. Sabía que en minutos la casa se llenaría de extraños. Invadirían su privacidad, sus pertenencias. Se llevarían a Jan. Tendido allá, sobre la cama. Ese hombre con el que había envejecido. Lo transportarían a la morgue. Probablemente a hacerle una autopsia. Él no podría evitar que descuartizaran su cuerpo buscando respuestas. Le dolía que despojaran a Jan de lo que le quedaba de dignidad, a la que debería tener derecho ese hombre estoico vencido por su cuerpo. Vencido por el cáncer que lo había devorado en meses. Él regresó al balcón con paso lento. Se sentó nuevamente en el sillón. Finalmente el hombre se meció.

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