Cuarta entrega (3ra para mí) del Virus Macacoico.
Cuando llega al coliseo hay una multitud inesperada. Se detiene un momento y titubea. Piensa que está a tiempo de regresar y no pasar por ridículo. Mira la taquilla y decide que va a entrar, después de todo pagar ciento cincuenta dólares por estar en primera fila no es cosa fácil. El descuadre de su presupuesto este mes bien vale volver a vivir momentos de su juventud. Y más que momentos de su juventud, aquellos momentos de su despertar al amor. Abochornado, busca la puerta con la fila más corta. Entrega su boleto y decide parase en un concesionario a darse una cerveza a ver si le quita la vergüenza de estar allí. Mientras se la bebe mira a su alrededor. El mar de canas en la mayoría de las cabezas que por allí se encuentran no le da tranquilidad. Hay tantos hombres como mujeres, algunos más jóvenes, más viejos, de todo tipo de cuerpos, de actitudes, y aún así no deja de sentirse como en el spot.
Se toma la cerveza de cinco sorbos y pide otra para entrar más en calor. Esta se la toma más lenta mientras comienza a recordar la primera vez que lo vio en la televisión, luego las veces que salía corriendo a comprar el más reciente LP y el montón de conciertos a los que asistió. Sus pensamientos se llenaron de sus canciones favoritas. Aún casi a punto de cumplir sus cincuenta todavía se sabía toditas las letras y las coreografías también. Se coge tarareando una de ellas y se sonroja. Mira espantado a ambos lados, pero la gente a su alrededor estaba en su propio mundo. Una pareja se paró a su lado a pedir nachos y el adolecente que los acompañaba tenía cara de aburrido, muy distinto a cuando su mama lo llevó a su primer concert. Un grupito pasó alborotando y vestido como en los años 80. Se siente menos absurdo al ver ese derroche de añoranza ridícula. Piensa que a su edad, y por su rigidez impuesta, uno debe ser más conservador.
Escucha la segunda llamada y termina la otra cerveza de un trago. Ya se siente más relajado. Comienza a reírse solo, por haber estado tan nervioso. Se acuerda de las paveras de adolescente y de cómo se peleaba con sus amistades cuando se lo guifiaban por las bandanas enrolladas que se ponía en la cabeza, un intento por imitar a quien admiraba y a quien amaba. Pide otra cerveza para llevar y se dirige a la entrada que identifica el área donde está su asiento frente al escenario. Le enseña la taquilla al ujier para que lo dirija y se pregunta si la sonrisita algo sarcástica que le ofrece es una burla oculta a la locura de estar aquí en este nuevo reencuentro con su pasado. Pero ya el alcohol lo tiene contentito y esta vez no le importa. Llega hasta su silla y se acomoda. Viendo el escenario tan cerca se imagina que le cantarán en especial a él y se le revuelven sus feromonas. Abre el programa y allí, en la tercera página, esta la foto de su ídolo. Solo de verla se agita su respiración. Evoca sus primeras fantasías y de cómo esa cara, ese cuerpo, le provocó desconocidas experiencias eróticas y el descubrir el placer de la masturbación. Recuerda como después de una visita al camerino su fantasía se hizo realidad de forma clandestina y llena de sentido de culpa. Fueron muchas las noches en que sintió el roce de sus pieles y de la dicha de estar en sus brazos antes de que los descubrieran, obligándolos a separarse. Todavía conocía cada curvatura de sus labios y aún con el paso de los años podía imaginarse el olor del sudor de su cuerpo al hacer el amor. Nunca, jamás, nadie superó ese éxtasis. Ah… la nostalgia, la dulce nostalgia, la cruel nostalgia.
La presión insistente en el muslo derecho lo devuelve a la realidad y mientras cruza la pierna para esconder su evidente erección las luces del coliseo se apagan. Con la obertura, el escenario se enciende de colores brillantes y de efectos visuales. Las pantallas proyectan a velocidad relámpago los highlights que abarcaban décadas de éxitos. El humo llena el plató y los focos delinean las figuras entre las sombras. Al acorde de la música comienza la primera canción que bien se conocía. La letra le inmortalizaba esas noches que pasó bien montado, bien agarrado, meciéndose al ritmo de la noche y la brisa.
Como un gran tumulto, la gente, algunos a punto de poder solicitar el seguro social, se pone de pie gritando al verlos en escena. En la actualidad algunos no bailan como antes, pero para él se contonean con la misma provocación y sexualidad de sus mejores tiempos. El público sigue chillando como desquiciados y el grita más fuerte que ninguno. Olvida la vergüenza. Finalmente se permite despojarse de la represión de tantos años. Extiende los brazos imaginando alcanzarlo, a uno, solo a uno, mientras le grita que lo ama. Entonces su corazón se detiene. Mientras se desploma en el suelo los que lo rodean siguieron bailando y cantando, pensando tal vez que se había desmayado como tantas veces ocurría en esos conciertos.
Dicen que cuando uno muere lo último que se pierde es la audición y él se fue, con una gran sonrisa, escuchando las letras que lo hicieron algún día muy feliz.
Súbete a mi moto,
Nunca haz conocido
Un amor tan veloz.
Súbete a mi moto,
Ella guardará
El secreto de dos
De los dos…
Cuento corto
Escrito para el emborujo de "Contagiados por el virus" una serie de trabajos creativos inspirados en las reglas / ejercicios del libro "La Macacoa, vivirse la creación literaria", de la reconocida escritora Yolanda Arroyo Pizarro.
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